Último croquis

Feketreke
4 min readAug 9, 2020

Me levanté cinco y cincuenta para ir al baño. Tenía una llamada perdida de mi hermana a las cuatro y trece de la madrugada. Tres minutos más tarde figuraba su mensaje de texto “Fede, que acaban de llamar que mamá para decirme que ya es 100% energía”. Me costó unos segundos descifrar lo que me estaba diciendo. Que acaban, que mamá, que ya es 100% energía. Mi hermana tartamudeaba por escrito; no pudo poner la palabra muerta al lado de mamá. Ni bien le devolví el llamado me dijo que no me preocupara. Su pareja iría a hacer el reconocimiento así no teníamos que ver el cuerpo de la arquitecta sin vida. Yo necesitaba exactamente lo opuesto: confirmar que ella estaba muerta y no dormida.

A las siete y treinta y dos de la mañana de aquel sábado, llegamos con mi novia al centro de descuidados paliativos. Nos identificamos. El tipo de seguridad, con acento caribeño miró hacía abajo con desgano y nos autorizó a subir al primer piso. El personal de atención tenía oxidado el ritual de gestos para demostrar pena con los que van a reconocer cuerpos. ¿Será que todos los que laburan ahí se resignan o ellos también están muertos? El pasillo que llevaba a la habitación de mi vieja era corto, esta vez me pareció eterno. Siempre dejaban las puertas entornadas, no fue lo que sucedió en este caso. Me costó abrirla, sentí que estaba sellada al vacío. No se si me faltó fuerza en mis brazos o fue una falla en el picaporte desarticulado. Con el impulso de todo mi cuerpo logré atravesarla. No se iba a interponer entre mi vieja y yo una puerta chota y desvencijada.

La luz baja recortaba la sombra de su cuerpo. Estaba tieso; naturalmente inmóvil como si se hubiera puesto firme para esperarnos. Mamá siempre tuvo la rigidez militar de un soldado. El aroma a Poison de Dior se suspendía de forma tenue en el ambiente. No eran las huellas ocultas de un envenenamiento; su perfume fue el último bastión en ser derrotado.

Nunca había tocado un muerto. Su piel estaba fría pero igual de suave que cualquier otro día. Le acaricié el pelo como lo había hecho tantas veces en los últimos meses. Le di un beso en la frente y decidí ponerle perfume. Imaginé que era más digno para una mujer vehemente como ella llevar puesto su puason en la piel antes que cualquier otra ropa. Todo iba a transformarse en cenizas horas después que se llevaran su cuerpo, incluso su aroma. Cuando la escoltaron en una camilla hacia el ascensor estaba cubierta de una sábana blanca usada por mil cadáveres. Siendo testigo de esa escena, me dio menos tristeza sentir que su fragancia les gritaba de manera victoriosa a esos seres del averno — De acá me voy para siempre-.

El infierno no te abandona así de fácil con un trámite de burócrata diligente. El funebrero resultó ser mucho más puntilloso que la médica de turno. Este, le rechazó de manera amable el documento que certificaba la muerte por ser inexacto en algunos detalles. Tuvimos que esperar varias horas; la aprendiz de galeno no encontraba al diablo para que ponga el gancho y se lleve el perfume de mi vieja envuelto.

Acordamos con mi hermana hacer una ceremonia breve en uno de esos cementerios verdes alejado varios kilómetros de Buenos Aires. Habíamos estado encerrados tantos meses en habitaciones vigiladas por médicos y enfermeras que necesitamos respirar pasto recién cortado por más que la protagonista no pudiera hacerlo.

A las dos de la tarde del día siguiente, el silencio de ese parque inmenso lo interrumpió un trac trac seco. Era las rueditas que soportaban el ataúd y empujábamos entre unos pocos. Su sonido se repetía fraccionado sobre las juntas de cemento alisado e imperfecto.

Decidimos forrar el cajón de mamá con papel madera. Todos los invitados escribieron su dedicatoria con lápices de grafito y dieron notas de color en acuarela. Con mi hermana improvisamos un croquis a mano alzada de su diseño más reconocido: el puente de Juan B. Justo, su obra maestra dejó de existir en nuestra ciudad un par de meses antes que ella. No hubo liturgia de ningún tipo; todos estuvieron en silencio. Solo mi hermana y yo dijimos algunas palabras. Del cementerio nos informaron que podíamos retirar sus cenizas al día siguiente. Nunca más volvimos. Hoy se cumple un año de aquel momento. No me queda claro si fue la cuarentena o somos simples procrastinadores con el polvo seco.

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Gracias a mis peluches rabiosos, Ana Navajas y Adriana Riva. Sin ustedes este texto no existiría.

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Feketreke

Administro caprichos ajenos y funciono por asociación de ideas.