Es insoportable jugar con vos, me dijo. Mi adversario era un padre del colegio de mi hijo menor. No podía entender como le devolvía todas las pelotas; no importaba lo agresivo y rápido de su ataque, la pelotita volvía a entrar siempre de su lado de la cancha. Los puntos los terminaba ganando porque él no podía controlar su propia frustración; algo de placer me genera.
Con Diego éramos inseparables. Pasó de una casa modesta en Belgrano a una mansión a pocas cuadras, en frente de la comunidad Bet El. Eran los 80 y no solías ver habitaciones con baño en suite para los cinco miembros de la familia, hidromasaje en el dormitorio principal, sauna en el fondo de un jardín inmenso con pileta y un playroom en el último piso. En ese último lugar pasábamos muchas horas; la mitad del espacio lo ocupaba una mesa de ping pong. Yo era su sparring. Jamás le gané; lo único que podía hacer era devolverla. Fueron años desarrollando con mucha precisión pero sin demasiada conciencia la habilidad de defenderme. No es una metáfora, es una realidad vincular. Supongo que invertí el orden del refrán; mi mejor ataque es la defensa.