Doce y cuarenta y tres del medio día, del sábado dos de mayo de dos mil veinte. Vamos por el día mil de aislamiento. Punto y coma. Al menos yo lo siento así. En mi tiempo muerto agarro el celular y comienzo a ver Instagram (podríamos discutir que es tiempo muerto en cuarentena pero me da fiaca). Nicolás me muestra en su story lo grande, frondoso y arbolado que es su jardín mientras suenan de base unos pío pío. Es cierto que él no me lo muestra exactamente a mí. Para ser más preciso lo comparte con todas las personas que lo siguen. Yo me tomo todo de manera muy personal, por eso decido que me lo muestra a mi. No solo eso, interpreto que me dice — So chivita, mirá donde estoy yo, mientras vos te asfixiás en un monoambiente en Chacarita-. Vivo en un departamento más amplio; me gusta ponerle chimichurri y provenzal al relato para darle un toque de dramatismo con fondo de ajo. Su jardín me da una profunda envidia; no soporto su provocación. Lo comparo con el árbol que veo desde la ventana de mi departamento. Elegí alquilar el cuarto piso; descarté el noveno y el segundo para ver todos los días ese pino de frente. Necesito verde por más urbano que sea. A él le sobran colores, tiene muchos árboles de distinto tipo y tonalidad. Para colmo su jardín tiene un pastito mullido, impecable, perfecto. Es una alfombrita al natural recién cortada. Me encanta, quiero zambullirme y rebotar en su aroma a poda fresca. A su parque lo bauticé, “La forêt”. Lo encaré por mensaje directo — Volvés a hacer un 360 de tu jardín y te mando uno de mi baño. No cuentes árboles delante de los que no tienen pasto- Cerraba con un emoji rojo violento de esos que demuestran estar muy enojados. El me respondió con tres audios. Uno más corto que el otro, en escala decreciente temporal. Su respuesta fue desafiante. Le advertí que mi amenaza era verdadera. El video ya lo filmé. Con tanto bosque alrededor, solo estoy esperando que pise el palito.
