¿Soy lindo? le pregunté al espejo mientras lavaba el baño con una solución lavandinosa. No me respondió; volví a insistir ¿Soy lindo?. Creo que se hizo el interesante ya que solo me devolvió una imagen. Era un hombre maduro, casi de cincuenta con una alopecia irreversible, afeitado al raz para disimularlo. Su fisonomía era delgada, como si en el último año hubiera bajado 15 kilos por dejar de manera abrupta las harinas y el azúcar refinada. Su cara tenía algunas arrugas y unas pocas canas en su barba tupida. Portaba un gesto intimidante y falso; frágil como la máscara de lobo que usa el cordero en algún cuento que no se si existe. Su indumentaria era extraña, casi ridícula. Vestía una remera celeste de manga corta y gastada con el escudo del capitán américa estampado; se notaba la metralla de manchas blancas que había podido detener, en su batalla a favor de la higiene. Sus calzoncillos largos y blancos daban cuenta que estaba fresco; quizás el otoño o el aire acondicionado estaban encendidos. Tenía puestos unos guantes verdes, de esos que resisten disolventes y cualquier sustancia corrosiva. Frente a su silencio, decidí seguir fregando. No creo que le haya pedido tanto al puto espejo, solo que me conteste.