Siempre fui muy puntilloso con el orden en los placares. Las prendas las pliego en perfecta geometría, como si fueran un origami de tela. Alineo las puntadas de cada prenda con toda la precisión que el algodón o el paño de mixtura sintética y natural me lo permiten. Le pongo mucho esmero a esta tarea. Mi objetivo: optimizar el espacio de cada milímetro del cajón. Ni un solo recoveco debe quedar libre. Nunca entendí a los obsesivos que utilizan las escalas cromática para ordenar sus prendas en degradé. Siempre me pareció ridículo ese criterio. La manera correcta es por pliegue y grosor de la tela, no por tipo de prenda como todos creen tan obvio. Lo estudie matemáticamente. Hasta cree una función algorítmica que lo comprueba para quien me lo quiera refutar. Con mi sistema te ahorrás entre 15 a 30 segundos por cada prenda dependiendo de la habilidad que desarrolles. No parece mucho, pero sacá el cálculo. Si plegás como yo, un promedio de 5 camisas al día durante 365 días, le sumás a tu vida entre 27.375 a 54.750 segundos al año, no es joda.
La única prenda con la que hago una excepción, es con el calzado. Descubrí de manera fortuita en una tarde de verano con 45 de térmica, el enorme placer que me genera meter mi pie en un zapato frío, prácticamente escarchado. Es un escalofrío sumamente reconfortante que me eriza todo el cuerpo. A esta sensación la llamo, felicidad simple. Desde mi descubrimiento, todos los años desde diciembre hasta fines de marzo, guardo los zapatos que voy a usar al día siguiente en la heladera. A algunos les resulta un disparate lo que hago, a otros simplemente repugnante o poco higiénico. Los ignoro a todos. Decidí no discutir mis hábitos domésticos con gente que no puede distinguir entre la importancia en la geometría de las telas y la sensación térmica en la planta de los pies.